En un rincón silencioso de un centro educativo terapéutico, «A», un niño de 8 años, vivía en su propio mundo, un lugar donde las palabras eran innecesarias y donde la rutina de alinear autitos y lápices le brindaba la seguridad que tanto necesitaba. Para él, la comunicación era un desafío inalcanzable, y cualquier intento de interacción parecía una montaña imposible de escalar. Su hermano mayor, de 12 años, compartía su condición dentro del espectro autista, aunque en ambos, las manifestaciones eran únicas y complejas.
A había aprendido que con solo señalar aquello que deseaba, las cosas sucedían: un vaso de agua, un juguete, algo para comer. Las palabras no eran necesarias, o al menos, él no sentía que lo fueran. Pero detrás de esta aparente tranquilidad, había un océano de frustración y aislamiento que su madre veía con ojos cargados de tristeza. Ella soñaba con el día en que pudiera escuchar a su hijo llamarla «mamá», algo que parecía tan simple para otros, pero que para su familia era un anhelo casi utópico.
En ese contexto llegó Sofía, su docente de apoyo. Sofía era una mujer de voz suave pero firme, con una mirada que hablaba de paciencia infinita y un corazón lleno de compromiso. Ella había trabajado con muchos niños, pero algo en A la conmovía profundamente. Lo veía intentando comunicar su mundo, no con palabras, sino con gestos, señalamientos y, a veces, gritos de frustración. Ella sabía que A tenía dentro de sí un potencial escondido, pero liberarlo requeriría algo más que métodos tradicionales. Necesitaría tiempo, creatividad y, sobre todo, perseverancia.

El Comienzo del Viaje
Sofía observó a A durante días. Lo veía alinear los autitos, balancearse en círculos, alejarse cuando algo lo incomodaba y sonreír con esos pequeños logros que solo él entendía. Decidió que la clave para llegar a él sería entrar en su mundo antes de invitarlo a explorar el de los demás. Así, comenzó a usar soportes visuales: pictogramas que mostraban objetos cotidianos, acciones y emociones. Al principio, A apenas les prestaba atención. Él estaba acostumbrado a que todo lo que necesitaba llegara con solo señalar, y la idea de tener que usar una tarjeta o emitir un sonido le resultaba confusa y molesta.
Entonces Sofía tomó una decisión difícil pero necesaria: dejar de responder a los señalamientos de A. Cuando él apuntaba algo, ella le mostraba un pictograma y lo alentaba a usarlo. Esto, por supuesto, provocó días de berrinches y lágrimas. A no entendía por qué todo había cambiado. En su mirada se leía la frustración, pero también algo más: una chispa de curiosidad.

Pequeños Logros, Grandes Cambios
El primer logro llegó casi sin que Sofía se diera cuenta. Una tarde, mientras sostenía un pictograma de «galletita», A, después de varios intentos fallidos, emitió un sonido que se parecía a la palabra. No era claro, pero era suficiente. Sofía celebró el momento con una sonrisa y un aplauso que hicieron que los ojos de A brillaran de alegría. Esa fue la primera grieta en el muro que los separaba.
A partir de ahí, el progreso fue lento pero constante. Día tras día, Sofía fortalecía el apoyo visual con palabras simples y repetitivas. Poco a poco, A comenzó a comprender que usar esas pequeñas palabras le abría puertas: podía pedir ir al baño, jugar con sus autitos o recibir un abrazo. Y, más importante aún, descubrió que esas palabras no solo le servían para obtener cosas, sino para conectar con las personas a su alrededor.
El Momento que Cambió Todo
Un día, mientras jugaban con los pictogramas, A miró a Sofía fijamente. Ella notó algo diferente en su expresión, como si estuviera reuniendo fuerzas para algo importante. Entonces, con una voz tímida pero decidida, dijo: «Te quiero». Sofía sintió un nudo en la garganta. No era solo una palabra, era un puente hacia un mundo de posibilidades.
Esa misma tarde, A repitió las palabras frente a su madre. Ella lo miró, incrédula, y luego estalló en lágrimas mientras lo abrazaba con fuerza. Fue un momento que cambió la vida de todos. A no solo estaba aprendiendo a comunicarse; estaba aprendiendo a construir relaciones, a expresar amor, y, sobre todo, a romper las barreras que lo habían aislado durante tanto tiempo.

Un Mensaje para Padres y Docentes
La historia de A es un recordatorio poderoso de que, detrás de cada desafío, hay un potencial esperando ser descubierto. Los logros pueden parecer pequeños a los ojos del mundo, pero para quienes viven en carne propia estas experiencias, son verdaderos milagros.
Para los padres, este es un mensaje de esperanza: nunca subestimen lo que sus hijos pueden lograr con paciencia, amor y las herramientas adecuadas. Y para los docentes, es una invitación a seguir creyendo en cada niño, incluso cuando el progreso parezca imposible. Cada esfuerzo cuenta, cada pequeño logro es un paso adelante, y cada sonrisa es una victoria compartida.
La superación no es un destino, es un camino que se recorre día a día. Y en ese camino, el amor y la perseverancia siempre encuentran la manera de abrir puertas que parecían cerradas para siempre.